Llevaba días comprobando la reacción física que le producía su presencia. Estiraba la espalda, quizá para fingir un mayor volumen ante un posible combate. Como cuando los gatos erizan el pelo y se duplican. Ella también se sentía amenazada en cuanto lo intuía compartiendo el espacio.
Sabía de sobra que la negatividad es un boomerang que te devuelve lo que lanzas. Por eso, se obligaba a esbozar una sonrisa, pero pronto se descubría en un gesto histriónico; un músculo nervioso al que le costaba embates serenar. Cuando lo conseguía, la presión se le trasladaba al pecho, como si el corazón se encogiera resistiéndose a querer. Y entonces deseaba perder de vista a aquel individuo que tanto la violentaba. Pero nunca se iba tiempo.
Por eso se propuso sentir afecto por él. La compasión era el único camino que la salvaría. Sólo se alejaría de su destrucción pulverizando aquella enemistad. Con amor. La conclusión se le rebelaba en las entrañas. Pero sabía que, al menos, a ratos, la apaciguaría, como había ocurrido con su sonrisa.