
Era una sensación de estar fraccionada: como si el cuerpo corriera detrás del espíritu en un intento fracasado de darle alcance. Se había sentido así de desbocada y lo achacaba al derroche primaveral. Todo brotaba desenfrenado: tierno, fresco, rebosante, como los brotes del abedul, lechosos, igual que su corteza de papel. Era una fertilidad extenuante.
Se tumbó cerrando los ojos y buscó la inmovilidad. Le gustaba , en la quietud absoluta, discernir los sonidos del entorno: las únicas vibraciones en aquella paralización reconfortante, hasta que ¡zas¡: asida a las alas de una de aquellas ondas se volvió mariposa.
Reconocía desde afuera aquel cuerpo tumbado que era el suyo. No extrañaba ninguno de los accidentes de aquella cartografía carnal: la manera en que dobladan sus largas manos, cómo se le revolvía el pelo o hundía la barbilla. Sabía que aquella orografía la había modelado en lo invisible.
Pero recordó lo que le había ocurrido: entre sueños, cuando la vigilia se quiere abrir un hueco, al despertar, no había recordado su aspecto. Fue una sensación extraña: sabía que era ella pero confundía su apariencia; llegó incluso a pensar que el suyo era un envoltorio masculino; y quizá, un día lo fue.
Y mañana se disolverá, tal vez en un exceso primaveral o acaso en la espera invernal. Entonces sus átomos y moléculas se volverán árbol, agua, aire, y cuando él los mire, ella, desde su nueva figura, le seguirá queriendo, porque el amor no es pasto de gusanos.