
Evitaba las conversaciones. Le suponía un triunfo seguirlas, articular palabras que no le salían o, a veces, brotaban inconexas,equivocadas y no estaba dispuesta a observar y padecer el aturdimiento del interlocutor. Así que se refugiaba en el aislamiento.
Era a lo que le estaba abocando aquella ralentización cerebral. Se recordaba a los movimientos pesados de los astronautas en ausencia de gravedad; una especie de estado narcótico neuronal que no le disgustaba del todo.
El embotamiento le servía para alejarse y a medida que tomaba distancia todo se desdibujaba, por su cuadro soporífero, y por qué ocultarlo, por su astigmatismo galopante. Pero de la incipiente vejez que la asediaba prefería no hablar.
Cuando lo que no agrada pierde sus contornos a la vista, es como si se borraran; entonces se pueden redibujar recuperando formas deseadas, y cuando se entra en el mundo de los deseos cumplidos, nadie quiere salir del embeleso.
Por eso le preocupaba aquel pasmo que, por puro deseo, empezaba a dejar de ser transitorio.