
Sabía que los procesos emocionales daban al traste con cualquier ilusión de particularidad de los seres humanos; siempre las mismas fases en no importa qué individuo por muy especial que se pensara; era como ir constatando un manual de psicología...¡Qué trampa la identidad y la personalidad¡
Estaba viviendo el estadio de la rabia, que surge inmediatamente después de la pena. Y le malhumoraba el más mínimo contratiempo.....
- "¿Por qué me ha tocado esto que exige todos los días ejercicio?" -se decía-
"podía haberme tocado otra enfermedad que me obligara a estar sentada o tumbada como mínimo una hora y media al día" -que era lo que le gustaba-;
"hasta para esto me tengo que esforzar" -sentía que por todo en la vida había tenido que pagar un precio, siempre elevado; jamás le había regalado nada-.
Su lesión cardíaca era congénita.
-
"Si continúas sin hacer ejercicio te dará un infarto; es algo grave" -aún le retumbaba aquella voz sonora de una mirada extraviada pegadas a una bata blanca-
El veredicto la hizo salir aturdida y veloz a la calle. En el escaparate vio un posible vestido que regalar a su madre y entró. Se perdía en las explicaciones de la dependienta. Sentía que el flotador de la banalidad cotidiana podía salvarla. Como si columpiarse en los vaivenes superfluos más anodinos le sirvieran para apreciar la vida, y ya añoraba el día que no estuviera para elegir entre
"éste más vestido o éste más sport".
En la librería sí compró aquella antología de poesía en la que llevaba un tiempo pensando; sabía que los poetas -viejos prestidigitadores- disponían de remedios para aliviar las almas transidas de pena, como la suya, aunque luego se volvería airada.
En la puerta de la perfumería se clavó en seco. Necesitaba una hidratante; "antiarrugas": ¡qué ironía¡ Si se cumplía la sentencia, su cara no llegaría a arrugarse. Alguna pata de gallo ya tenía, pero en una urna de cenizas esas imperfecciones no se aprecian.
Durante hora y media no pudo dejar de caminar y llenar sus pulmones de vida.