
Encontraba cobijo mirando al cielo.
A las nubes viajeras de primavera en las que sentía alejarse su dolor.
Como el rayo de luz que acababa de colarse por ellas, tuvo un instante de lucidez.
Aquellas dos mujeres padecían el mismo dolor.
Nacía de idéntico vacío.
Las dos se habían sentido de alguna manera abandonadas, olvidadas, exiladas de unos brazos maternales. Y doblemente culpables...
Por no haber sido merecedoras de que las envolvieran en un abrazo y por haber culpabilizado a las que les dieron la vida de no haberse esforzado en aquel achuchón.
Pero las estrellas les estaban enseñando que la madre que uno tiene siempre es la mejor. Una reconciliación que se les iba revelando entre espinas y rosas.
Y es que siendo una la madre y otra la hija habían subvertido sus papeles y esas rebeliones la naturaleza no las consiente, aunque sólo sean para enjugar lágrimas.