
No sabía si delante o detrás. Quizás fuera en la esencia misma de aquel espejo, en su entramado molecular.
En ese espejo que era todos los espejos ante los que se había perdido y encontrado y que seguiría siendo los demás espejos en los que aún no se había mirado.
Aquella mañana soleada de diciembre y hasta cálida se había dado cuenta de que aquel cristal espejado había sido sin duda el cemento de su vida...El mejor reflejo acuoso de su verdad.
Había desarrollado hasta su propio lenguaje gestual, mímico, para llegar a entenderse con aquel paradigma de la interpretación refractaria. Era fruto de los años. Porque en aquel fulgor estaba su infancia, adolescencia, madurez.
En los entresijos de la reverberación lumínica se habían vuelto atemporales sus cenizas y sus añicos, tan eternos como fértiles, porque de ellos siempre surgían ilusiones, esperanzas, sonrisas.
Acababa de descubrir por qué se entregaba tan devotamente a aquel juego de las simetrías. El espejo se había vuelto su leal ave fénix. Cuando el miedo y la desesperanza la consumían, él la hacía resurgir cada vez con más fuerza.