
En sus cartas las palabras no tenían cuerpo ni sonido pero pegaban fragmentos de sueños rotos.
Hechos añicos no porque otros los hubieran triturado, a veces, tal vez sí; pero casi siempre porque se le rompieron de no mirarlos, de volverles la cara, por miedo y por esa maldita inseguridad a la que se agarraba para dudar de todo y probablemente no ofender a nadie. Aunque había comprobado que, en ocasiones, no hay mayor ofensa que la vacilación exasperante.
Cuando a un sueño se le retira la vista se invoca al engaño y a fuerza de no reconocerse en sus partículas ensoñadoras se pierde el rumbo del camino.
Como un tronco flotando en el oceáno tras la tormenta.
Se va y se viene, se viene y se va y un manotazo de la mar contra los rocas acaba pulverizándolo.
Cuando imaginaba sus cartas, dictadas por el silencio, buscaba el reencuentro.
Con sus sueños, sus esperanzas, y, sobre todo, su juventud.
Un intento de vehicularse con proyectos de alma que sintió suyos.
Aunque en su última epístola había empezado a descubrir que la impermanencia le resultaba tan propia como la permanencia, que el cambio siempre la había espoleado en la búsqueda de esas rendijas para que entrara la luz y evitar, una y otra vez, la asfixia.