"Tengo miedo". Cuando pronunciaba aquella frase, lo hacía llamándole. Mientras se acercaba, ya sus pasos descalzos la tranquilizaban. Luego, en el flanco de la puerta, su olor protector y su voz balsámica: "¿Eso?, eso no es nada; tú tranquila; no pasa nada" -volvía a insistir-
Entonces, se sentía arropada, querida, y era capaz de conciliar el más dulce de los sueños.
Hacía días que lo gritaba en silencio. El miedo se iba convirtiendo en pavor, y él no aparecía en el quicio de ninguna puerta. La distancia lo volvía difícil, y los años, imposible. Habían pasado demasiados como para pedir consuelo. A él, le extrañaría si lo hiciera; probablemente le derrumbaría aquella debilidad no superada.
No obstante, su existencia , lejana y mitigada por los roles teatrales que va imponiendo la vida , encerraba aún la potencialidad del talismán que fue. Un rescoldo capaz de avivarse, si fuera necesario. Por eso, aunque ya no la calmara, le horrorizaba perderlo.
Probablemente, ése era el origen de su pánico insistente: la posibilidad de la ausencia, de la falta definitiva. El desconsuelo insuperable reinaría entonces, hasta el final.
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