Afuera cantan los pájaros.
Parece que me hubiera olvidado de escucharlos hace siglos.
Pero han empezado a trinar también en mi alma.
Es la única razón de que ahora suenen.
Sus cánticos son intermitentes y con cada ráfaga de gorjeos
me van arrancando la máscara.
La que me ha estado taponando los oídos, los ojos, la boca, los poros.
Porque así es como secuestra el dolor.
Obtura cualquier válvula de escape hacia la belleza y
condena a revolcarse en el sufrimiento
cavando cada vez un poco más profundo, oscuro y asfixiante.
Hasta que un alma buena te cuenta lo del burro en el fondo del pozo.
Que fue pisando sobre la tierra que le arrojaban hasta que salió a la luz.
Al final del túnel sólo se llega agradeciendo profundamente el haber estado en él.
Porque las entrañas de las cavernas siempre enseñan. Y yo estoy aprendiendo a sentirme responsable de mi pena y mi dolor,
en solitario,
en silencio,
con dignidad.
Y esta mañana, después de eternas noches, he vuelto a sentir
los trinos de los pájaros.
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