Hay un momento al comenzar el anochecer en el que reina el silencio. Entonces, se siente tan de cerca la calma que crea expectación. Es el momento de cerrar los ojos y abrirse para empezar a notar el susurro del viento que sale del bosque para ulular en el alma. Es la oscuridad natural que libera. La "enlatada" me asfixia. Por eso, por favor, deja unas rendijas para que entre la luz.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

LA MIEL DEL ATARDECER Y LAS ALMAS INDÓMITAS



Hilos de oro entre los que se colaban burbujas de sol.
Así eran sus pestañas al atardecer cuando chocaban entre sí con suavidad, cerrándose sin dejar de entreabrirse para embadurnarse en la luz de la puesta de sol.

En su movimiento basculante se untaban y reuntaban de reflejos dorados y el rastrojo del campo de cereal parecía repleto de alfileres de broches aúreos.

Hasta que llegaba la sombra.
Entonces avanzaba con su silla plegable a cuestas hasta donde aún reinaba el astro y en los filamentos de sus pestañas volvían a pegarse pompas doradas. Había llegado al punto más elevado del altozano y la cuenta atrás hacia la penumbra definitiva se hacía ineluctable.

Aquella despedida la fortalecía.
Ensayaba en ella otros adioses que sí la angustiaban.
Bañada en una coraza luminosa, siempre yéndose, examinaba otros miedos a los que sentía disiparse en la miel del atardecer....

El goteo de muerte luminosa terminó, como lo hace siempre, con la llegada del crepúsculo. Plegó su silla y caminó hacia el chopo vestido con la negrura del ocaso. Sintió la serenidad que entra cuando te ha bañado el sol, pero no en su apogeo sino en su declive: sólo entonces las almas desobedientes pueden reconciliarse con lo inevitable.